La práctica educativa inclusiva. Conceptos y caracterizaciones

Este artículo nace de una investigación, basada en una perspectiva epistemológica expresada en el construccionismo social, guiada metodológicamente por ciertos aspectos de la teoría fundamentada y la etnografía, tuvo como propósito analizar dimensiones psicosociales presentes en la práctica educativa inclusiva en el contexto del Preescolar Integrado Amepane, hoy día llamado Colegio Natividad Niño desde el año 2017, que atiende en los mismos ambientes de aprendizaje, a niños y niñas con necesidades educativas especiales y regulares en Educación Inicial y actualmente en el nivel Primaria. De esta experiencia se desprenden interrogantes en torno al proceso de integración y los procesos subjetivos e intersubjetivos que emergen en el contexto de las relaciones sociales, a partir de ese encuentro con el otro que desde la diferencia atribuida por la discapacidad y que nos advierte de la existencia inevitable de la diversidad. El docente como actor social recurre constantemente a un diálogo en ese proceso de construcción de representaciones que se recrean en el ámbito escolar, y en el caso de la experiencia desarrollada en el Preescolar Integrado Amepane (1985), significó pensar, repensar y construir la representación de lo que significa la diferencia en el otro y cómo esa diferencia orienta y le da forma a un  programa con desarrollo de prácticas integradoras. Dichas representaciones tienen un carácter social puesto que lejos de imponerse sobre la conciencia, son producidas por las personas y los grupos en interacción social (Estramiana, 1995).

Espacios para la Inclusión

Estos planteamientos permiten poner al tapete ciertas construcciones teóricas desarrolladas en torno a lo que hoy día se conoce como inclusión educativa como consecuencia de los cambios conceptuales surgidos desde la educación especial.  Se trata de abrir un abanico que muestre las posibles perspectivas que indiquen un camino hacia una escuela en el que todos sean reconocidos y en el que se le encuentre sentido a la experiencia de aprendizaje junto y con el otro que es diferente. Circunscribirse a una propuesta inclusiva demanda tanto de los docentes, de la escuela y de la familia, una postura ante la vida fundamentada en su natural potencialidad humana hacia la convivencia y la aceptación. Maturana (1996), aproxima la noción de convivencia hacia la aceptación, refiriendo que convivir en la aceptación del otro implica reconocer la legitimidad del otro. Esto supone ser capaz de entrar en el espacio emocional del otro, de modo que el otro también esté dispuesto a vivir contigo. El primer espacio presto a la convivencia lo constituye la familia, la cual no escapa en esta reflexión por ser el punto de origen de legitimación del ser humano. En este núcleo social se cimientan los primeros indicios de exclusión o inclusión, teñidos de las representaciones sociales que la misma cultura impone.

En el contexto escolar nos encontramos con un aspecto igualmente determinante en el desarrollo de las prácticas educativas orientadas por el currículo, el cual representa una cultura dominante que mediatiza en la relación docente-currículo y que obedece además, a modelos de políticas imperantes en una sociedad. El currículo definido por Burgos, Peña y Silva, (1998), como una norma que delimita una intensión y como una construcción histórica-social, conlleva un sentido crítico en el marco de la construcción de significados generados por la propia práctica educativa. Las propuestas curriculares actuales muestran en apariencia una tendencia a presentarse desde una perspectiva crítica, en el que se le da una mirada diferente a la estructura social, y al darle al sujeto un lugar preponderante se considera como social e histórico. El término de pedagogía diferenciada conceptualizado por Perrenoud (2007), se puede considerar como una construcción teórica que permite configurar un currículo deseable desde los principios democráticos, y por ende, de una filosofía inclusiva, puesto que se origina del análisis de las desigualdades en el éxito escolar. Este autor sostiene que tales desigualdades se pueden comprender, por un lado, por las diferencias de desarrollo intelectual y por otro, por el capital cultural que se transforman en desigualdades de aprendizaje escolar.

Integrando las Diferencias

Aun cuando ésta pudiera ser la realidad de la diferencia, lo que pone en cuestión este planteamiento teórico es la indiferencia ante las diferencias. Practicar una pedagogía diferenciada supone que cada estudiante sea impulsado hacia una actividad fecunda para él o ella, lo cual se puede lograr desde el diálogo que se debe establecer entre el saber y el aprendizaje y además saber qué sucede en su mente, exigiendo un buen interlocutor. El diálogo surge de la observación formativa, de la expresión de las representaciones del estudiante, de la identificación de los obstáculos a los que se enfrenta y de los errores que comete. De tal manera, que dicha diferenciación demanda de un perfil docente con talento, imaginación, perspicacia, lo más importante, de su capacidad de relacionarse.

Pérez J. (2001), destaca la significativa posibilidad del desarrollo de la inteligencia pedagógica del docente de aula regular cuando ejerce su práctica integradora, estimulando sus funciones mentales siendo capaz de identificar las características de un problema y las posibles vías de ejecución de la solución, lo cual supone valerse de estrategias ajustadas a los diferentes potenciales del grupo para propiciar los aprendizajes, incluyendo la aceptación del otro y la tolerancia. Por otro lado, apoyado en su sistema de creencias, estilos y valores le permiten el control y reducción de situaciones inesperadas y que pueden obstaculizar el pleno desarrollo de las potencialidades de sus estudiantes.

Ahora bien, se puede destacar como soporte fundamental a las prácticas educativas orientadas hacia la inclusión, los modelos teóricos que orientan un manejo óptimo de los procesos de enseñanza y aprendizaje tanto en los estudiantes que tienen situación de desventaja como al resto.  Vygotski (1983), refería que los principios de la educación en general son igualmente válidos para la educación especial, puesto que en lo esencial no existe diferencia en el enfoque educativo de un niño o niña con discapacidad y uno considerado normal, ni en la organización psicológica de su personalidad.

Los planteamientos teóricos del constructivismo desarrollado por Vygotski en relación al desarrollo ontogenético,  reivindican la intervención pedagógica tanto en la escuela especial como en la regular, puesto que señala claramente que el proceso de crecimiento y desarrollo de los estudiantes no está asegurado, y que el proceso no puede concebirse como una evolución natural, sino que supone una intervención activa por parte del docente y que frente a la diversidad de capacidades e intereses, entendiendo la diversidad de origen genético, cultural, social, económico, es necesario ante todo proporcionar una respuesta y ayudas diferenciadas (Miras, 2000).

Al preguntarnos qué es lo que pedagógicamente necesita un estudiante con discapacidad, conviene referirnos a la idea de Vygotski (1983), quien no niega  la necesidad de una educación y la enseñanza especiales de los niños y niñas con discapacidad, pero que educar a un niño o niña con una discapacidad significa ante todo educar a un niño o niña. Esto nos hace reflexionar en torno a las propuestas educativas que se les ofrecen a los estudiantes con necesidades educativas especiales, que por estar centradas en “remediar” sus déficits, terminan carentes de sentido social y poco fecundas. Promover un espacio de participación en ambientes compartidos por estudiantes con inteligencia conservada y con discapacidad intelectual, por ejemplo, da la posibilidad a los estudiantes más competentes socializar con aquellos que pudieran tener niveles semejantes de desempeño, y al mismo tiempo aprender a valorar sus potenciales y la de sus compañeros menos competentes.

En el plano de la comprensión infantil, sería un reto advertir las implicaciones en una sociedad construida sobre la base de las diferencias, y por otro lado, entender las representaciones que pueden hacer los niños y niñas a partir de su relación con el otro. Tal como lo ha demostrado Piaget, (Castorina, 2003), en su teoría del génesis del pensamiento, los niños y niñas presentan un desarrollo evolutivo y que el conocimiento es construido de la interacción con su entorno, a través de las cuales hace sus propias acomodaciones a las estructuras existentes, desarrollándolas en una misma secuencia y que la única influencia que puede aportar la cultura es la modificación de la velocidad del desarrollo. Sin embargo, la teoría de las representaciones sociales tiene un planteamiento acerca de la construcción del conocimiento el cual se sostiene socialmente. El desarrollo del conocimiento del niño es un proceso de socialización a través del cual se lo introduce en maneras de pensar y comprender que son habituales en su sociedad.

En un ambiente escolar en el que se hace cotidiana la convivencia con el otro, con una discapacidad, o bien sea porque presenta un desarrollo evolutivo distinto o una condición social e histórica particular, da la posibilidad permanente al niño o niña de verse confrontado con problemas derivados de las relaciones sociales y de conflictos cognitivos que resolver, provenientes de su propia interacción con los coetáneos. Agregado a esto, en su relación con adultos en otros contextos, que no han resuelto su convivencia con el otro y que probablemente le generen conflictos desde la alteridad, puede generar un proceso que transforma gradualmente sus aptitudes para encontrar soluciones. Esto nos indica, que el mundo social está teñido necesariamente de contradicciones surgidas de las mismas prácticas sociales, donde la otredad no escapa siquiera en las primeras relaciones sociales que nace en el mismo seno materno.

Al pretender dilucidar en torno a la inclusión educativa, es relevante analizar el concepto de desarrollo ligado a la noción de normalidad. Éste tiene su origen en el ámbito psiquiátrico, y fue introducido por Seguin en el año 1840 (Foucault, 2005), destacando que el desarrollo es una dimensión temporal y común a todos en cierto sentido. Es una norma con respecto a la cual nos situamos, mucho más que una virtualidad que uno posea en sí, que en el caso del niño o niña con discapacidad intelectual, tal desarrollo está presente pero con un ritmo más lento que los niños y niñas de su edad. El concepto de lo normal ha sido bastante controvertido en los ámbitos social, cultural, político y educativo, y desde esa controversia se ha llegado a comprender que la normalidad como tal no existe, a partir de la creación del principio de normalización por Niels Bank Mikkelsen, a finales de la década de los cincuenta, definido como la posibilidad de que los deficientes mentales lleven una existencia tan próxima a la normal como sea posible. Surge en esa necesidad de darle un cambio a la perspectiva social del deficiente mental inicialmente y luego al resto de las discapacidades, ya que no se trataba como se supuso en un momento, de convertir en normal a la persona con  discapacidad. 

De este principio se deriva el reconocimiento de la diversidad, como consecuencia de este principio de normalización, colocando en el tapete el concepto de integración como la acción de hacer formar parte a los que portan una diferencia al grupo de los llamados estudiantes regulares. Ainscow (2001) plantea que la integración se ha ido sustituyendo por la de inclusión, puesto que la primera suele utilizarse para aludir a un proceso de asimilación, en el que se apoya a cada niño y niña para que pueda participar en el programa vigente de la escuela, mientras que la palabra inclusión indica un proceso de transformación en el que las escuelas se desarrollan en respuesta a la diversidad de los estudiantes que asisten a ella.

Autores que promueven la escuela inclusiva como Stainback y Stainback (1999), hacen referencia del docente inclusivo, que debe entender y responsabilizarse por el éxito de todos los estudiantes, en lugar de responsabilizarse sólo del éxito de una categoría de estudiantes. En relación a la organización escolar encontramos que el modelo constructivista ofrece un marco de análisis del contexto de enseñanza y aprendizaje, incluso de los estudiantes con una condición especial, así como también de las relaciones docentes-estudiante-contenidos y de la ubicación del niño y niña en la escuela.

En el contexto de la educación especial, los aportes del constructivismo han tenido un impacto a partir de la reforma curricular, cuya consecuencia incidió en un cambio de visión en el ámbito de las dificultades del aprendizaje y las necesidades educativas especiales. Ya no es el estudiante que debe ser rehabilitado para adecuarse al currículo prescrito, sino que es el currículo el que debe adaptarse o diversificar en función de las necesidades individuales de cada estudiante. Se empieza a considerar la diversidad ya no sólo desde lo cognitivo,  sino también referida a la motivación e intereses del alumnado (Echeita, 2006).

Afianzándonos en las ideas de Freire (1998), cuando hace referencia que decir la palabra verdadera sea para transformar el mundo, pues “si diciendo la palabra con que al pronunciar el mundo los hombres lo transforman, el diálogo se impone como el camino mediante el cual los hombres ganan significación en cuanto tales” (p. 70). Es en el lenguaje que le damos sentido a las relaciones sociales que establecemos con el otro. Entonces, supone un desafío romper en algún momento con la dicotomía que nos termina separando del otro.

Sin pretender ser pesimista, sería arduo determinar dónde podríamos conseguir mayores tropiezos, si en la cultura de la escuela llamada regular o en la escuela especial, puesto que en la primera, se requiere del esfuerzo de romper con la ideología hegemónica de la decretada homogeneidad del ser humano; y en la segunda, romper con el estigma de lo diferente considerado como una irremediable minusvalía. Maturana (1996) lo expresa desde lo biológico, pero con un sentido profundo del mundo social, que no hay minusvalía o limitación como tal, solo existimos en base a que somos distintos, y es en el espacio de las relaciones humanas que un niño limitado pasa a ser limitado.